30 de diciembre de 2014

El fin de la inocencia

En épocas donde las redes sociales no eran siquiera una utopía, recuerdo haberme levantado ese 31 de diciembre de 2004 y enterarme por mi madre, que me llamaba preocupada a 156 kilómetros de distancia porque yo solía ir a recitales de rock. Ese fue mi primer contacto con la tragedia de Cromañón. 

No, no fui. Nunca fui a un recital de Callejeros y tal vez por eso siempre tuve una mirada muy crítica de lo que fue (y significó, y todavía significa) Cromañón. Porque hablar de tragedia cuando es algo que se podría haber evitado, duele. La cultura del rock, a través de los años, fue desarrollando una especie de búsqueda de la transgresión constante, lo que llevó a correr los límites hasta tal punto que la misma seguridad se convirtió en un tema de jugar a los flejes. Y en este punto, los que conformamos ese colectivo difícil de mensurar llamado público, cultura del aguante y búsqueda de protagonismo mediante (la fiesta dejó de estar solo arriba del escenario, los de abajo también somos fundamentales), tenemos que hacernos cargo.


Cromañón pasó porque hubo una negligencia de parte del público: encender una bengala en un lugar cerrado. Pero también porque existió un operativo de seguridad que permitió el ingreso de esa bengala. Y porque hubo inspectores de seguridad que habilitaron un lugar sin salida de emergencia, con una media sombra en el techo y con cientos de infracciones más. Esos inspectores, corruptos sin ningún tipo de escrúpulos, dependían de superiores en el Gobierno de la Ciudad, que a su vez tenía un Jefe de Gobierno. Pasaron diez años, no hay ningún detenido.

Claramente existen niveles de responsabilidad en la pirámide: la misma comienza por Aníbal Ibarra y baja hasta llegar a cada uno de los miembros Callejeros. Porque el progresismo falopa del "le podría haber pasado a cualquiera", puede tomarse como válido (haciendo un esfuerzo analítico sobrehumano) si la misma banda no hubiera alentado el uso de pirotecnia como si fuera una parte impostergable del espectáculo, no tocaba en un lugar que claramente no estaba en condiciones (en el show de la noche anterior hubo un principio de incendio) y si no hubiera metido casi el doble de la capacidad permitida.

Porque el fanatismo imbécil, ese que los lleva a repetir casi como un slogan que "la música no mata", no permite entender que Callejeros podría haber elegido no tocar en esas condiciones, ni para esa cantidad de gente. Pero no, tocaron igual. Y les pasó a ellos porque fue una tragedia y porque se combinaron un montón de negligencias propias y ajenas que derivaron en la muerte de 194 pibes.

Pedir justicia para los familiares de las víctimas a esta altura y en este país parece de un romanticismo casi conmovedor. Queda claro que en la tragedia de Cromañón confluye todo lo peor de la raza humana: avaricia, desidia, corrupción, soberbia, carencia de escrúpulos... Y nos salió carísimo


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